Una de las dificultades en reconocer el alcoholismo como una enfermedad es que su consumo está muy naturalizado y socialmente aceptado y promovido. Lo que genera la negación de su existencia y resistencia al tratamiento.
Hace ya varios años que el alcoholismo ha sido reconocido por organizaciones médicas profesionales como una enfermedad primaria, crónica, progresiva y en varios casos fatal. La forma más simple de describir la enfermedad es que se trata de "una obsesión mental que causa una compulsión física a beber".
¿Obsesión? ¿Alguna vez se ha despertado repitiendo en su cabeza una canción? Pudo haber sido la canción de un comercial en la televisión o una canción en la radio, pero que se repite constantemente.
No importa lo que hiciera, la canción continuaba repitiéndose en su mente. Básicamente había algo en su cabeza que usted no puso ahí y que no importara cuánto se esfuerce en sacarla, simplemente no salía.
Una obsesión mental puede ser definida como un duro proceso sobre el cuál no se tiene control.
Esa es la naturaleza de la enfermedad del alcoholismo. Cuando la "canción" de beber comienza a sonar en la mente de un alcohólico, se pierde el control. La única forma de detener la "canción" es bebiendo.
El problema con la obsesión mental del alcohólico con la bebida es que es mucho más sutil que una canción que se reproduce en su cabeza. De hecho, puede que ni siquiera se percate que está ahí. Todo lo que sabe es que le urge beber, una compulsión física a beber.
El consumo repetido de alcohol y drogas causa cambios en el cerebro. Éstos cambios ocurren en los circuitos cerebrales que se ocupan del placer, aprendizaje, estrés, toma de decisiones y auto-control.
Cuando alguien bebe alcohol - o consume drogas como opioides o cocaína - se produce una emisión placentera de dopamina en los ganglios basales del cerebro, un área responsable de controlar la recompensa y la habilidad de aprendizaje basado en recompensas.
Con el consumo continuo de drogas o alcohol, las células nerviosas en los ganglios basales adaptan su sensibilidad a la dopamina, lo que reduce la habilidad de las drogas o alcohol de producir el mismo efecto de placer que produjo en algún momento. A esto se lo denomina construir una tolerancia que hace que el adicto aumente la dosis que consume para sentir la misma euforia que alguna vez sintieron.
Los mismos neurotransmisores de dopamina están involucrados en la habilidad de sentir placer de propósitos ordinarios como comer comida, tener relaciones sexuales, entablar interacciones sociales, etc.
Cuando este sistema de recompensa es afectado por la adicción, suele resultar en que el adicto adquiera cada vez menos satisfacción de las otras áreas de la vida, incluso cuando no estén en consumo.
Otro cambio que el consumo crónico genera es "entrenar" al cerebro para asociar el placer que recibe la persona al consumir con otras actividades en la vida del adicto. Los amigos con los que consume, los lugares a los que va a consumir, los objetos con los que consume, y los rituales que puedan practicar conectados al consumo, todas pueden ser asociadas con el placer que reciben al consumir.
Debido a que tantas actividades son recordatorios del consumo, se les dificulta el no pensar en consumir.
Mientras que los transmisores de dopamina nos conducen a la búsqueda del placer, los neurotransmisores del estrés nos conducen a evitar el dolor y experiencias no gratificantes. En conjunto nos condicionan a actuar.
El abuso de sustancias, incluidos los desórdenes del consumo de alcohol, distorsionan el balance entre éstos dos conductores.
A medida que el desorden a causa del consumo de alcohol progresa de leve a moderado y a severo, el adicto sufre un incremento de angustia cuando no está bebiendo. Los síntomas de la abstinencia del alcohol pueden volverse muy perturbadores o incluso dolorosos.
El consumo de alcohol progresa hasta el punto en el que la única forma de aliviar la angustia de la abstinencia es consumiendo más alcohol.
A esta altura, la persona ya no consume para experimentar placer. De hecho, consumir puede ya no brindarle ninguna sensación o placer. El adicto consume para evitar el dolor, no para recibir placer.
Los alcohólicos ya no pueden percibir la satisfacción que alguna vez recibieron al consumir debido a la tolerancia construida, pero las depresiones que sienten al no consumir son cada vez más altas. Otros objetivos de la vida que alguna vez hayan causado placer y balanceado las depresiones ya no pueden hacerlo.
Cuando los adictos todavía estaban relativamente sanos, podían controlar el impulso a consumir debido a que los circuitos de juicio y toma de decisiones en la corteza prefrontal balanceaban dichos impulsos. Pero el consumo de sustancias también ha modificado el circuito prefrontal.
Cuando eso sucede, el adicto a las drogas o alcohol, cuenta con una habilidad reducida de controlar el impulso de consumir, incluso cuando saben que dejar de consumir es lo mejor que pueden hacer. A este punto, el sistema de recompensa se ha tornado patológico, o en tras palabras, enfermo.
Para agravar el problema está la naturaleza progresiva de la enfermedad. En etapas tempranas, tomar una o dos copas pueden ser suficientes para detener la "canción". Pero pronto ya son seis o siete y luego tal vez diez o doce. En algún punto del camino, la "canción" solo se detiene al perder la consciencia.
El progreso de la enfermedad es muy sutil y normalmente se da a lo largo de un período de tiempo prolongado, que incluso el alcohólico no podrá darse cuenta de cuál es el momento en el que ha perdido el control de su vida para dárselo al alcohol.
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Publicada por Cuarta Opcion en Viernes, 26 de julio de 2019
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